Cualquier día de estos me va a dar por pensar que Jude Law camina hacia mí (más quisiera yo) por la orilla de la playa desde una distancia aproximada de 500 metros para cuando se vaya acercando descubrir que no se trata de Law sino de, pongamos por caso, Joan Cruyff o de un pescador delgado, alto y feo, eso sí, rubio como Jude.
¿Que a qué se debe esta paranoya inicial? Pues muy sencillo, a que desde hace un mes aproximadamente me da por ver cosas a una cierta distancia que una vez cerca de mí no tienen nada que ver con lo imaginado. Todo empezó en el paseo del río, mientras hacía footing una ya calurosa tarde del mes de junio. A lo lejos creí ver un señor, un don señor sin camiseta, torso al descubierto y depilado, con unas interesantes protuberancias pectorales que me hicieron perder la concentración. No sé si fueron los efectos del calor sevillano o del sobreesfuerzo, pero cuando el susodicho pasó sobre mí estuve a punto de pararlo, tortearle y preguntarle qué coño había hecho con el monumento que había visto hace unos momentos.
Cosas similares me han pasado en sucesivas ocasiones, siempre, vaya casualuidad, con tios a los que veo inicialemente como potables y pasan cinco minutos después a ser un tipo de agua poco aconsejable para el consumo y que hay que dejar correr.
Ilusiones ópticas, vista cansada, llamenlo como quieran, mientras que no vea muertos o cosas que realemente no existen, lease un fantasma o un unicornio azul... El hecho de ver tios buenos donde no los hay es una manera de garantizarme una existencia más placentera en la que, como decía la canción, que se mueran los feos, que no quedo ninguno, ninguno...
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